Tomo I Monterrey

Noviembre 15 1887. Número 5.

Quincenal de literatura, social moral y de variedades

Dedicado a las familias.

Irene o la roca del suspiro

(TRADICIÓN VASCONGADA.)

Por Rosario Acuña de Laiglesia

En las montañas de Vizcaya, bajo un cielo ceniciento, y en su costa bordada de escollos y salpicada por un mar casi siempre turbulento y sombrío, sobre un promontorio de granito que avanza en áspero talud entre las olas del Océano, álzanse, en la misma roca asentadas, las ruinas de un castillo medio cubiertas de zarza y de yerba, y solamente habitadas por el espantadizo búho y el medroso murciélago; como toda ruina, tiene su tradición y leyenda y como toda leyenda, la suya sencilla, apasionada y melancólica, levantándose como indecisa niebla ante fulgor de la aurora, sobre aquellas piedras carcomidas por el paso del tiempo y el constante batir de las olas.

Cuentan que allá en lejanos días, cuando el castillo se elevaba arrogante vivía en su recinto un anciano señor de noble linaje, aunque de escasas rentas, que por su mejor fortuna tenía una nieta, bella como una mañana de primavera y de alma angelical como la sonrisa de un niño; pobres y retirados a la morada de sus mayores, vivían con algunos fieles y antiguos vasallos; tan ajenos a las vanidades mundanas como felices con su ignorada existencia.

No lejos del castillo, y , sobre la misma costa, existía una populosa, ciudad, punto de partida y puerto seguro de los aventureros del Nuevo mundo; llena de mercaderes y de nobles enriquecidos con el oro de las Américas, era un recinto albergue de todos los placeres y semillero de todos los vicios; en ella , disfrutando de cuanto la fortuna alcanza, vivía un pechero a quien por su oro acababan de dar flamante nobleza, el cual tenía un hijo, mozo de gallarda presencia y corazón valiente para riñas y cuestiones, pero de alma voluble e imaginación soñadora, y de tan frágil voluntad que jamás pudo en cosa alguna demostrar la virtud de la constancia; cómo fue, no se sabe, pero lo cierto es, que en una excursión que hizo a los alrededores, conoció a Irene la castellana, como en la comarca la nombraban y ávida su alma de la pureza, cansada el cieno en que siempre vivió, sintió abrasadora la llama del amor, consiguiendo, al fin, que la joven le diera algunas citas al pie de su morada, entre los mismos escollos de la costa.

Lo que había de suceder se realizó; el mozo amante, la doncella rendida al primer aliento del su virginal corazón, ambos se amaron, pero ninguno de los dos selló su alianza con iguales cadenas; mientras la virgen entregó los tesoros de su alma apasionada, el doncel dejó vagar su pensamiento en los espacios de un porvenir desconocido, y mientras ella dijo “después de su amor, la muerte”, él pensó “después de mi pasión, el hastío”.

Así las cosas, y en una noche de plácida velada, uno de los servidores del castillo, hablando de los sucesos próximos a realizarse en la vecina ciudad, dijo, ignorante acaso de los amores de su joven señora, o tal vez deseando curar el mal, que no desconocía, que era cosa cierta la boda del hijo de Don Diego con una judía recién convertida al cristianismo; oyóle la joven, se cambiaron las rosas de sus mejillas en blancas azucenas, temblaron sus labios con el primer latido de la fibra, y una lágrima rebelde a la voluntad, saltó abrasora por el cristal de sus ojos, quemando silenciosa el rostro de la acongojada doncella; después, ella, en lo profundo de su corazón, al amor redimido y por el amor alentado, surgió, como destello vivísimo de voraz incendio, un deseo impetuoso de ternura, una ola, de apasionada confianza que, invadiendo su alma, con los efluvios generosos de un amor infinito, hizo brotar a sus labios la palabra “¡imposible!” dejando a su imaginación adormida en los cariñosos brazos de la esperanza.

-Esta noche, como todas las de luna nueva, vendrá mi amado a la roca de la playa, y allí, con las caricias de sus ojos, con el vibrar de su enamorado acento, desmentirá esa noticia absurda de su boda, que solo pude oírla para convencerme de que era falsa.

[Continuará.]