Tomo I Monterrey

Marzo 15 de 1888. Número 12.

Quincenal de literatura, social moral y de variedades

Dedicado a las familias.

La samaritana

Josefa Pujol de Collado 

El Salvador de los hombres vino al mundo para enseñarnos la ley del amor.

Hijo de Dios, y poseyendo el secreto de la eterna sabiduría, todos sus actos en la tierra tienen un sello especial de sencillez y grandeza, reveladores del origen divino de donde emana.

¿Quién comprendió más pronto la sublimidad de la doctrina de Jesús? La mujer.

¿Para quien fueron las palabras más cariñosas del Redentor? Para las mujeres.

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Cuando la tierra se estremecia de gozo al sentirse hollada por el Divino Maestro, cuando escuchaban atónitas su palabra augusta las muchedumbres ignorantes, sin acertar á comprenderla, en Samaria, una mujer se penetró la primera de la magnanimidad de sus conceptos.

No lejos de la ciudad de Sichar sentóse Jesús fatigado junto al antiguo pozo que Jacob diera un día á su hijo José, mientras esperaba el regreso de sus discípulos que habían ido á la inmediata población.

Una hermosa mujer de Samaria llegóse al pozo para sacar agua, y el Redentor, elevando hacia ella sus divinos ojos, dijo con dulce acento:

―Mujer, dame agua.

―¿Cómo tú, siendo judío pides agua á una Samaritana, olvidando antiguos odios?

―Porque cualquiera que beba de esta agua volverá á tener sed, respondió Jesús, mientras que el que bebiere del agua o le daré, no adolecerá jamás de ella.

Y como una música celestial, de los labios del Redentor salieron los puros preceptos de la moral cristiana, que la Samaritana preguntó asombrada:

―Señor, tú que todo lo aciertas, ¿eres acaso el Mesías prometido?

―Yo soy, contestó sencillamente el Divino Maestro.

Entonces sintióse de repente la Samaritana invadida por el convencimiento más profundo; comprendió que aquel hombre extraordinario tenía algo de divino, y corriendo á la ciudad, reunió numerose pueblo, volviendo juntos al encuentro de Jesús, que les esperaba junto al pozo de Jacob, con sublime confianza.

La muchedumbre oyó arrobada al Señor, quien permaneció dos días con ellos instruyéndoles en la nueva fé.

Al abandonar á Sichar Jesús y sus discípulos, los samaritanos, maravillados de cuanto habían oído decían á la mujer:

―Tenías razón; cierto, este es el Salvador del mundo, el Cristo.

¡Siempre, en todos los tiempos, la mujer, como la Samaritana, se halla pronta á admitir toda idea grande y noble!

Además, no es posible olvidar que las mujeres siguieron valerosamente á Jesús hasta el Calvario, cuando sus mismos discípulos le abandonaron.

ocho olivos viejísimos, con el tronco hueco lleno de piedras, la corteza áspera, nudosa, muy arrugada, y los ramos curvos, muchos de ellos vencidos y todos con hojas raquíticas, marchitas y poco abundantes, Dos de ellos tienen sus troncos muy gruesos, midiendo de circunferencia casi diez metros, y dos cuellan sobre un pequeño montón de tierra, rodeado de grandes piedras.

Esos ocho olivos tan enormes y venerables, han asistido a casi todas las revoluciones que ha habido en Jesusalem. Dicen los escritores que ya existían esos árboles en tiempo del Salvador; que bajo su sombra reposaba, platicaba con sus discipulos y fué aprehendido. Han sido respetados de los Romanos, de los Judío y de los Musulmaes: sus aceitunas sirven para el aceite que arde en las lámparas con que se alumbra el Santo Sepulcro. El distinguido botánico Schubert los examinó, y calcula que remonta á siglos muy atrasados; Chateaubrian, refiere: que los árboles de esa misma especie renacen en sus retoños, y que vió en Atenas uno, que se plantó cuando hecharon los primeros cimientos de la ciudad.

Los peregrinos se arrodillan y meditan debajo de aquellos olivos monumentales, y cortan pequeños ramos que llevan á sus familias.

Del lado Norte, fuera de la tapia y poco distante del jardín de Gethsémani, hay una callejuela que da vuelta á otra más estrecha, en cuyo fondo se abre una puerta de fierro baja. Pasada ésta, se desciende una escalinata de siete gradas y se entra en la ruta que se llama: Gruta de la Agonía. Está como cuando el Señor iba á ella á recojerse y á orar, sin más diferencias que las que ha introducido el culto cristiano. Es una cueva de medianas dimenciones, labrada en una roca amarillosa y calcárea; la sostienen dos pilares de la misma roca y se alumbra por una claraboya hecha sobre la bóveda: tiene dos altares; uno en el fondo y dos á los lados: sobre el primero que está al Oriente, hay encerrada en un marco darado una pintura, representando la agonía de Jesus y la aparición del Angel, y abajo, encima de una losa de mármol blanco, está inscripción en letras de oro alumbradas por doce lámparas:

Hic factus est suder ejus sicu gatoe sanguinis decurrentis interram.

Aquí sudó gotas de sangre que corrió por el suelo.―Luc. XXII, 44.

Cuentan: que había en esta gruta una piedra, sobre la cual estaban señaladas las rodillas del Salvador, y que se la llevaron los primitivos cristianos, y dicen, refiriéndose á una viejísima tradición; que á esta misma gruta vinieron Adán y Eva arrojados del Paraíso, á llorar su primera falta.

¡Cuantas reflexciones ocurren en este sitio privilegiado!

De aquí se ha levantado al cielo la oración más poderosa que ha habido sobre la tierra; la oración que apagó en las manos de Dios el rayo de sus venganzas y que exaltó al hombre hasta hacerle alcanzar las divinas gracias. Dios escuchó la oración de Jesucristo anhelando la libertad, la felicidad y la gloria de toda la humanidad. La oración hace lo que Dios hace, porque El la obedece cuando ella es santa. Las lágrimas se paran al borde de los abismos sin poderlos pasar, y la oración las pasa endulzándolas y odorificándolas en su tránsitos.

La oración de Jesucristo, no fué la de Jacob pidiendo el rocío del cielo, ni la Essau pidiendo los frutos de la  tierra, ni la de Pedro queriendo vivir perpetuamente sobre el Tabor, ni la de los dos mejores lugares que hubiera en el reino eterno, la oración del Señor dirigida á su Padre, se reducía á estas palabras que constituyen su indeclinable virtud y su gran poder: “Hágase tu voluntad.” Y esa voluntad era sufrir y morir con resignación; ofrecerse como hostia sobre el altar satisfaciendo á la divina Justicia, desagraviándola, presentándola en dignos merecimientos el amor purificado y bendito del género humano regenerado.

En esta gruta, que con el espíritu estamos viendo, se han templado los corazones de los monjes, de los anacoretas, de los ermitaños; de todos los hombres que han hecho profesión de sacrificarse, de conformarse con las penalidades mundanas y de ofrecer á la Divinidad sus carnes y sus dolores en ¡expiación de sus culpas y de las culpas de los demás hombres. En esta gruta, han tomado ánimo los desamparados, los aflijidos, los moribundos acongojados; todos aquellos para quienes extinguidos los astros de la fortuna, del encanto y de la ventura, parecía quedarles sólo la negra noche de la duda y de la más descosoladora incredulidad. Con el aceite del Monte de los Olivos consagrado en esta gruta por Jesucristo, se han ungido los gladiadores cristianos para pelear y triunfar contra las injusticias, contra los vicios, contra todas las iniquidades de las sociedades y contra los despotismos de los tiranos,

Es consolador abrir uno de su alma y desahogarla en esta gruta donde Jesucristo oró y lloró por todos los hombres; es saludable y muy dulce, poner uno su corazón bajo la sombra del corazón de Jesucristo en la hora sublime de su oración. Se siente uno calmado, fortalecido y con energía, dispuesto á contestar á los nales del mundo lo que El contestó á Pilatos: “Nada podrías contra mí si no se os permitiera de lo alto.