Tomo I Monterrey
Diciembre 1 1887. Número 6.
Quincenal de literatura, social moral y de variedades
Dedicado a las familias.
Irene o la roca del suspiro
(tradición vascongada)
Rosario Acuña de Laiglesia
(concluye)
Llegó la media noche; la luna revestida de pardos nubarrones que revelaban el incierto rielar de los astros y cubrían el mar de medrosas sombras; la roca de la playa es un peño enorme rodeado de talud en donde se asentaba el castillo; por uno de los lados, socavada, forma una especie de gruta revestida de aristas, desde donde se contempla, sin límite cierto, la intensidad del océano; separada de la costa, esta roca, rodeada de fina arena, es cubierta por las altas mareas de la luna nueva que como es sabido, ascienden más que ninguna otra.
Bajó Irene a aquel sitio a la hora convenida con su amante, el cual acudía a las citas en una barca que varaba en la solitaria playa, y que les servía de seña para terminar sus entrevistas, pues cuando la barca gotaba a impulsos las olas, era que la marea comenzaba a subir y que la roca hacía peligroso sitio.
La una acababa de oírse en el reloj de la ciudad y la castellana, entanda en una arista del escollo, envuelta en un blanco velo, que el aire del mar pegaba y despegaba en torno de su frente, interrogaba con ávida mirada las móviles ondas que en revueltos torbellinos de espuma, venían a morir, con rumores impetuosos, en las blancas arenas de la playa.
El mar estaba levantado; la brisa del norte, fría y penetrante, trayendo agujas de hielo en sus corrientes, azotaba con violencia los labios de Irene, que con nervioso impulso se abrían jadeantes ante el halito abrazador de los deseos y las esperanzas de la incertidumbre y de la pasión; sus ojos, flojos y abiertos, en vano interrogaban el mar con la impaciencia del amor, y sus manos unidas y mojadas por el polvo de las espumas y los besos del cierzo, en vano estrujaban los pliegues de su blanco ropaje; la barca esperada no brotaba de entre las sombras; La voz querida no vibraba para desmentir el rumor de aquella boda; los amados ojos no aparecían para disparar con su luz aquel abismo de dudas, de donde la amargura del desengaño vertía a raudales los arces perfumes de la muerte.
Pasaron horas; la noche encapotada, se volvió tormentosa y el grueso oleaje del mar subía con el ímpetu de la marea a romper sus montes de agua sobre las rocas de la costa. Irene, inmóvil veía ascender hasta las mismas plantas las revueltas olas, como se ven en el mundo las pasiones, invadiendo con su tumultuoso olaje la paz de un alma limpia de error: ella amaba y esperaba; el mar subía insensible a su amor y a su esperanza, pronto a cubrir de alborotada espuma aquella roca inmoble, asentada sobre un lecho de movediza arena.
El mar subía, el grito del búho mezclábase al mugido del océano; par las nubes vestían de sombras los cielos y la tierra, e Irene fija en su esperanza, confiada en su amor, seguía inmóvil buscando, entre la incierta luz de los relámpagos, la venturosa barca, sin hacer caso de aquellas olas de verdosos matices que presto la harían sentir el frio de la muerte; de pronto, como ráfaga de fuego, surgió de entre las nieblas en hermoso bajel que a su bordo llevaba festones de antorchas, rumores de cántinos y de músicas, ecos de fiesta y de alegría.
¡Irene vio entre las siluetas que poblaban la nave la figura del hombre a quien amaba, cuyos brazos, como argollas de flores, ceñían la esbelta cintura de una mujer hermosa; el cierzo la llevo a sus oídos cantares de himeneo, brindis de desposorio; y sus ojos, fijos y abiertos con la rigidez del dolor, vieron perderse en los horizontes del mar aquel barco que, como aparición del inferno, brotó un instante de entre las sombras de la noche, para sumir en las sombras de la amargura su pobre corazón!
El mar, indiferente, subió a mojar el mato de irene, y mientras sus ojos siempre abiertos seguían el rumbo de la funesta nave, una ola inmensa, saltando sobre el escollo, la envolvió en cascadas de espuma menos blanca que el velo de aquella infeliz, que al inclinarse en los senos del mar, dejó escapar, cómo único reproche, un suspiro tristísimo, eco profundo de su dolor sin nombre, último adiós a una vida que para siempre abandonaba.
Desde entonces dicen que, cuando las mareas de la luna nueva invaden la solitaria roca, se oye brotar del fondo de su cimiento socavado un quejido o lamento que el viento repite, y que es fácil escuchar en el silencio de la media noche; probablemente el mar, al penetrar en aquel arrecife, será el que imite el eco de un suspiro, pero lo cierto es que la leyenda o tradición subsiste a pesar de los siglos, y que aquel poema de amor y tristeza se transmite de generación en generación, gracias al lamento que se escapa de la abrupta peña conocida generalmente por la roca del suspiro .

