Tomo I Monterrey
Julio 1 de 1888. Número 17.
Quincenal de literatura, social moral y de variedades
Dedicado a las familias.
Ultimos momentos de Maximiliano
MEMORIAS ESCRITAS POR LA SEÑORA:
Concepción Lombardo de Miramón
………Los prisioneros habían sido conducidos al convento de las Capuchinas, construcción pesada y sólida, de forma cuadrada, recordando el modelo de todos los conventos españoles.
En el primer piso, al rededor de un patio bastante estrecho, de paredes elevadas, se encontraba un corredor como de diez métros de largo por tres de ancho, adonde tenían su salida tres celdas, llevando aún el nombre que les habían dado las hermanas capuchinas, La primera, denominada de “Las once mil Virgenes,” fué ocupada por el general Mejía, la “La Santa Rosa,” por Miramón y la más espaciosa de todas llamada “Santa Teresa,” se destinó al Emperador.
La austeridad del convento se revelaba hasta en el interior de estas celdas, trasformadas en calabozos. Un suelo enladrillado, paredes blanqueadas enn cla, una cama de campaña, dos ó tres sillas, una mesa y un lavabo de los más sencillos.
……..Eran como las ocho de la noche. El Emperador se hallaba comiendo sentado en el borde de la cama, sobre la pequeña mesa de madera blanca estaba colocado un candelero con varias bujías encendidas, iluminando fuertemente el cierto sobre cuyas paredes se destacaba con intensidad el busto de Maximiliano. Asu lado se encontraba formándole silenciosa compañía, el General Miramón y su señora.
Cada uno absorto en la contemplación de sus tristezas.
El general, agobiado con los ultrajes que se prodigan al vencido, en sus largas horas de prisión y de lucha para defender su honor ( no su vida que estaba á merced de abogados sin entrañas) sentia profundamente todo el desinterés y abnegación de su compañera, siendo en aquellos momentos más vivo el amor y afecto que le profesaba. Tenía una de sus manos en las suyas, y quizá involuntariamente la llevaba á sus labios.
Todo esto fue visto por el emperador, asomando á sus ojos algunas lágrimas.
El General y la Sra. Miramón, creyeron que la causa de esta manifestación de dolor repentino era el recuerdo de la pobre Emperatriz.
—No, dijo Maximiliano; mano he reconocido demasiado tarde, caun afectos sois á mi persona, y sufro mucho al ver que soy la causa de vuestra separación.
—Ah, señor, dijo Miramon, si hubiese escuchado los consejos de esta mujer, no me encontraría en este lugar.
El 16 de Junio en la mañana, habian comenzado los prisioneros su humilde desayuno cuando el fiscal Aspíroz se presentó anunciándoles que el indulto había sido rechazado y que serían ejecutados en el mismo día á las tres de la tarde.
El general hizo reproches amargos al fiscal por haberle trasmitido dicha órden en presencia de la Sra. Miramón; en seguida suplicó á ésta y á la señora viuda de Cobo tuvieran la bondad de retirarse para preparar su lecho de muerte. Recomendóles al mismo tiempo, enterraran su cadáver en el panteón de San Fernando en México, al lado de la tumba de su padre, y que su corazón fuese colocado en una urna, al pié de la tumba del general Osollo, uno de sus primeros y mejores amigos.
La Sra. Miramón y Cobo salieron con el corazón traspasado, anegadas en llanto, para cumplir misión tan dolorosa.
En seguida escribió el general varias cartas: una de ellas decia al general Partearroyo:
“Voy a morir dentro de tres horas, aunque no se me han presentado las pruebas del acto de traicion arrojadas a mi rostro, mas es preciso que muera, y esto debia acontecer……”
Los condenados se vistieron de duelo, levita y pantalón negros. Unicamente el general Mejía llevaba en la cintura la banda, insignia de su grado. Luego salieron de sus celdas, esperando en el corredor la órden de marchar al suplicio.
Dieron las tres de la tarde.
La guarnición estaba sobre las armas y el patio rebosaba de soldador; de un momento á otro se esperaban órdenes del cuartel general.
El tiempo transcurria lentamente en tan cruel espera.
Era todavía la hora de los calores pesados que agobian el cuerpo y el espíritu; los vagos rumores de la ciudad se apagaba á veces para dar lugar al sonido del choque de los sables y á las voces de mando de los oficiales.
Dieron las tres y media.
Pocos minutos antes de las cuatro, un ayudante del general Escobedo apareció por fin; traia la órden de suspender la ejecución durante tres dias.
La Sra. Miramón esperaba en su casa el cadáver de su esposo; pasaban las horas lentas, llenas de sangrientas visiones. de pesadas angustias, cuando algunas personas entraron en la estancia á advertirle del plazo concedido á los condenados.
Volvió al lado del general: mas para ahorrarle las terribles pruebas que acababa de sufrir y que se renovarán bien pronto, le suplicó se trasladara á San Luis Potosí para pedir su gracia á Juarez.
No queria partir; comprendia que en tres dias no podia llegar á tiempo.
El lúnes 17 de Junio tomó la diligencia para ir a San Luis, allí encontró el apoyo de los Lics. Riva Palacio y Martínez de la Torre, defensores de Maximiliano, de los ministros de Austria-Hungría y de Prusia, del General Gerónimo Treviño, cuya nobleza de sentimientos jamás fué desmentida y sus instancias tales, que Juarez llegó á vacilar por minutos; pero apareció el Sr. Lerdo de Tejada. El ministro de Relaciones de Juarez, era de talla pequeña, calvo, de nariz aguileña, boca chica y ligera, mente torcida. “Hoy ó nunca, Sr. Presidente consolidaréis la paz de la República.”
El Emperador era el imperio.
El general Miramón jóven audáz, era incontestablemente el primer militar de México.
El general Mejía indio de raza pura era un valiente soldado que gozaba de gran prestigio entre los indios de la cordillera.
Era, pues, preciso que estos tres hombres desapareciesen de la escena política.
Juares, firme en su primera resolución, decidió que hasta el día 19 tendria su verificativo la ejecución.
La víspera de ésta, el coronel Palacio, encargado de la vigilancia de los condenados, cuya benevolencia y simpatía se había captado, entró en la celda de Miramón, quien le dijo:
—Por fin, coronel ¿cuál es el lugar de la ejecución?
—Lo ignoro, general.
—Creo que se ha designado el Cerro de las Campanas.
—También lo creo, balbuceó, el coronel.
—Muy bien, tanto mejor; es un punto culminante.
Miramón veló hasta media noche, hora en la cual el Sr. Lombardo, hermano de la Sra. Miramón, le presentó un telégrama concebido en los siguientes términos: “Todo se ha perdido, adios hasta el cielo. Concha de Miramón.”
Miramón estrujó el papel entre sus dedos.
“No siento la vida, más que por esta mujer, vete, dijo á Lombardo; no faltes mañana al Cerro de las Campanas para asistir á mi muerte, y procura llevar algo con qué cubrir mi cadáver y ocultarlo á las miradas del público.
El general durmió tres horas seguidas, luego tomó chocolate y se vistió; á las seis estaba dispuesto á marchar acompañado de un sacerdote Sr. Ladrón de Guevara.
Al pasar por el corredor encontró á Maximiliano despidiéndose del Lic. Eulalio Ortega.
El sol se levantaba por el Oriente y sus vivos resplandores iluminaban las planicies del valle de Querétaro; algunos rayos alegres penetraban en el patio del convento.
—Qué día tan bello! dijo Maximiliano; no lo hubiera escogido mejor para el día de mi muerte.
El sonido del clarín dejarse oir y Maximiliano que no entendía su significado, preguntó á Miramón si era la señal de marchará la ejecución.
—No sabré decíroslo, señor, es la primera vez que se me fusila.
Una sonrisa amarga vagó por los labios del Emperador.
La hora habia llegado: los condenados subieron en un carruaje y atravesaron las calles de Querétaro en medio de una multitud que se agitaba respetuosa y enternecida, los pañuelos se agitaban á su paso y el sonido de algunos sollozos llegaba hasta ellos. Los condenados saludaban al encontrar algunos conocidos.
Pocos minutos ántes de las 7 llegaron al Cerro de las Campanas, situado á poco más de un kilómetro de la Ciudad; habiéndose bajado del carruaje se encaminaron á pié hasta el lugar designado, junto á un grupamiento de cactus.
El general en jefe de las tropas, I. García de León, mandó leer una órden del dia, por la cual se condenaba á muerte á los que intentaran oponerse á la ejecución.
El sol se hallaba ya bastante elevado en el cielo purísimo, radiando en el azul profundo de estas grandes alturas. El cerro, como una inmensa roca arrojada al azar, en el fondo del valle se elevaba desnudo y sombrio enverdecido en algunos puntos por los cactus y los nopales; un cuadro formado por 4,000 hombres lo rodeaba con las lineas regulares y uniformes de las bayonetas; más allá la multitud agitándose inquieta; al Oeste, la larga faja polvorosa del camino de Celaya; al Oriente, las terrazas blancas de las casas de Querétaro, y muy á lo lejos el espinazo azulado de la cordillera.
El oficial que mandaba el pelotón encargado de la ejecución, se aproximó a Maximiliano, pidiéndole perdón por la orden que iba á verificar.
El emperador distribuyó á los soldados algunas monedas de oro de su efigie, haciéndoles la recomendación de no tirarle á la cara.
Después se dirigió á los generales Mejía y Miramón y viendo que éste se había colocado á su derecha, dijole en alta voz:
“Los valientes deben ser respetados hasta la muerte: general, pasad al lugar de honor.”
Miramón pasó al centro.
Entonces con voz firme, y dirigiéndose á la multitud, continuó:
Mexicanos, los hombres de mi raza y de mi origen nacen para hacer la felicidad de los pueblos ó para mártires; que mi sangre sea la última que se derrame por la redención de este desgraciado país. ¡Viva México!
Miramón habló después:
“¡Mexicanos, ante el concejo de guerra no han pretendido mis defensores más que salvar mi vida; en el momento de comparecer ante Dios protesto contra el nombre de traidor que se ha arrojado á mi rostro, para justificar mi conducta.
El General Mejía levantó los ojos al cielo:
“Madre santísima, ruega á tu hijo me perdone como yo perdono á los que van á sacrificarme.
Estalló el fuego del pelotón y entre las espirales de humo que lentamente se desvanecian, apareció Maximiliano rovolcándose en su propia sangre y exclamando: ¡Hay hombre!
El tiro de gracia acabó con su vida.
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